Marina Gonzalez Guerreiro |

 

 

Mi abuelo salía de paseo y algunas veces volvía con una piedra que regalaba a una de sus hijas.

–Guarda esta piedra, mira qué bonita es.

Ahora que él no está contemplo esas piedras y pienso en sus paseos por el campo y la mirada que escoge una piedra de entre otras miles, los criterios o la sensibilidad que apremian a que fije su atención en un objeto y lo extraiga de su hábitat. ¿Habría elegido un canto rodado en un entorno volcánico? ¿Se hubiera fijado en una malaquita semienterrada en la ladera de una montaña? Sorprende la presencia de un objeto que parece no pertenecer al lugar donde se encuentra, como si ya existiera una belleza implícita en la cadena de excepcionalidades que lo han colocado ahí. Y aunque éste parezca un criterio universal, se revela un misterio cuando descubrimos que otro elige algo en lo que tú no te hubieras fijado nunca. Es uno de los pocos momentos en los que podemos reconocer con cierto asombro que una sensibilidad distinta a la tuya ocupa otro cuerpo. Sólo podemos sentir verdadero amor si somos capaces de dejarnos fascinar por este desafío.

Pensar en esto me ha llevado a entender que cuando mi abuelo regalaba una piedra era un gesto simpático, pero también regalaba con absoluta seriedad. Una piedra común es un objeto sin valor aparente, pero en el acto de regalar, más que una piedra se regala la mirada que encontró belleza en esa piedra como una invitación a que te unas a ese descubrimiento. La piedra no es más que el contenedor de dos miradas que buscan encontrarse en su interior.

Los paseos de Marina por el barrio guardan similitudes con los paseos de mi abuelo y sus piedras. De camino a hacer algún recado va dirigiendo la mirada por los lugares en los que la gente deja objetos abandonados. A veces busca algo fijo, otras se deja llevar por una atención dispersa, otras pide ayuda a sus conocidos y reclama el rescate de unas características muy concretas. Cuando se queda con un objeto le busca un sitio en el estudio cuidadosamente; allí va a pasar un tiempo conviviendo con el resto de elementos consolidando una identidad, creciendo, transformándose, relacionándose.

Los ciclos emocionales coordinan y modulan el proceso creativo hasta puntos que a veces no entendemos, sin embargo, las exposiciones de Marina tienen algo de catálogo de estados de ánimo. A Marina le gusta dejar el cuerpo abierto del proceso emocional sin huir de la aparición de momentos contradictorios o rupturas de ritmo. Así quien contempla puede reconocerse en la misma vida que resuena entre estas fisuras. Si nos adentramos en ellas podemos reconocer dos fuerzas que luchan sin fin en su trabajo: una naturaleza entrópica que devora sin piedad las frágiles estructuras de lo humano y una psicología en crisis procurando mantener orden y otorgar sentido en medio de tal absurdo. El tiempo es un vórtice terrorífico y ante el pánico que suscita, jugamos a administrarlo como un niño juega a representar un oficio adulto. Marina utiliza las agendas y los calendarios, herramientas del racionalismo, pero que también funcionan como fetiche o hechizo que nos protege de ese horror antiguo. Son como una pequeña jaula en la que encerramos los días para que no se desparramen sobre la vida convirtiéndola en caos, por eso tienen algo de compulsivo y esotérico.

Aunque a veces pase desapercibido, los regalos tienen también que ver con la administración del tiempo. Hemos dedicado el tiempo normalmente reservado a otra cosa a decidir, construir o adquirir el regalo. Al fabricarlo como una manualidad ya no regalamos un mero objeto, sino el tiempo dedicado a éste. Quizás por eso este tipo de regalos los hacen los niños, quienes poseen poco más que su propio tiempo. El tiempo se coagula en un regalo; el regalo se carga de espíritu. Esto puede que nos haga dar cuenta de todas las energías que participan en la manifestación material del objeto, de otra manera no podríamos darle sentido. El regalo se nutre de los afectos y de las deudas, transcribe emociones que van desde el perdón hasta el deseo, fluctúa ligero por la frontera de lo manifestado y lo no manifestado. Es punto de encuentro y de intercambio, una moneda amable. Si el intercambio es entre un objeto y un “gracias”, éste no debería tener menos valor que el mismo objeto y es así que el agradecimiento puede estremecer, es consciente del desequilibrio y desea inundarlo todo.

Vuelvo a casa y hay piedras silenciosas que se apoyan en los muebles; ya no soportan libros ni pisan papeles, no hacen otra cosa que revelar un agradecimiento que se mantiene sostenido en el tiempo.

Texto escrito por Raúl Lorenzo – Versión en inglés

 

 

Photos taken by Theo Christelis
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